Sin recursos naturales en abundancia por su pequeña superficie, pero con estabilidad económica y continuidad de políticas públicas, en pocos años, Uruguay logró convertirse en un país cuya matriz de generación de electricidad es casi enteramente renovable gracias al viento, el sol y el agua. Una excepción no solo en la región sino también a nivel mundial. Según datos del Ministerio de Industria, Energía y Minería uruguayo de junio pasado, el 94% de la electricidad que se consumió durante 2020 provino de fuentes sustentables, con la energía eólica a la cabeza (40 %), seguida por la hidroeléctrica (30 %), la biomasa (20 %) y la solar (4%). Apenas el 6% de la matriz eléctrica se había originado con combustibles fósiles.
¿Cómo se gestó esta reconversión acelerada a fuentes verdes de generación de electricidad? Con un acuerdo político entre todas las fuerzas con representación legislativa, visión de largo plazo, liderazgo estatal claro e inversiones privadas. “El pleno apoyo de todas las fuerzas políticas, la creación de un ecosistema transformador que permitió la llegada de inversiones y una gobernanza flexible abrieron la puerta a un cambio de matriz energética que se hizo en pocos años” explica Ramón Méndez, secretario de Energía de Uruguay entre 2008 y 2015, durante los gobiernos del Frente Amplio, cuando se dio la primera transición hacia las energías verdes.
Como cuenta el argentino Pablo Bertinat, investigador, docente y director del Observatorio de Energía y Sustentabilidad de la Universidad Tecnológica Nacional (regional Rosario), esta transformación se hizo “no sin debate” más que nada por parte de los sindicatos, ya que antes la provisión de electricidad dependía del Estado mientras que la incorporación de renovables “se hizo con ingreso de los privados bajo un modelo de mercado tradicional, en un país con fuertes valores relacionados con lo público”.
Ahora, con un Gobierno de distinto color político al que la inició (Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional), el desafío es encarar lo que en ese país llaman “la segunda transición energética” mediante la descarbonización del resto del consumo de energía, todavía muy dependiente del petróleo en el sector del transporte (el principal sector emisor de CO2).
Según interpreta Juan Carlos Cali Villalonga, miembro de la conducción de Greenpeace Argentina entre 1994 y 2011 y exdiputado nacional por la ciudad de Buenos Aires, integrante de Los Verdes dentro de la coalición Cambiemos, la transición uruguaya tuvo un punto de arranque “relativamente bueno” al tener una gran porción de energía hidroeléctrica y un gran incentivo que era dejar de importar hidrocarburos: “Este aspecto no es menor, por lo general los países que no tienen un sector petrolero pesado se mueven más rápidamente y con más agilidad hacia las renovables, como pasó en la región con Uruguay y también con Chile, por ejemplo”.
A esa condiciones de base, estructurales, Uruguay le agregó algo que en la Argentina es un bien escaso: estabilidad y continuidad de políticas públicas para el sector. “Tuvo una política clara y permanente que atravesó gobiernos sin cambios sustantivos. El efecto es enorme, porque eso genera confianza para las inversiones y una acumulación de experiencia y gestión”, sostiene Villalonga y agrega que los inversores en energías renovables ―como cualquier otro― “necesitan de transparencia y confianza”.
Méndez refuerza ese argumento al mencionar los “tres grandes elementos centrales” que explican por qué Uruguay pudo hacer una transición energética en el sector eléctrico que muy pocos han logrado al momento: acuerdo político, ecosistema transformador y gobernanza flexible.
¿En qué medida la Argentina puede inspirarse en el caso uruguayo para avanzar en la consolidación de una matriz energética renovable? En opinión de Villalonga, la experiencia de ese país “es replicable, pero con mucho esfuerzo y tiempo recuperar la confianza y consolidar una política en la que todos los organismos del Estado estén alineados”.
En ese punto, cita como buena práctica el ejemplo de las subastas del Programa Renovar (2016-2019) mientras que, como contraejemplo “muy malo”, se refiere a “las idas y vueltas con el tema biocombustibles” del actual Gobierno nacional, “que muestran la falta de una política consistente en esa materia”. Y sintetiza: “La imposibilidad de presentar una estrategia de largo plazo en Glasgow, como el Gobierno había prometido, obedeció a disputas internas entre provincias, ministerios y sectores productivos porque nadie quiere ceder nada para facilitar la transición. Argentina es un país trabado, eso contrasta con la agilidad con que se mueve Uruguay”.
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